Las actitudes progresistas del liberalismo gaditano y las de un grupo importante de diputados novohispanos, partidarios de las reformas, no fueron bien vistas por las clases dominantes tradicionales, por ello, la revolución española de 1820 vino a propiciar el movimiento que condujo al país a su independencia.
Lo que es indudable, por lo menos en parte, es que la campaña de Iturbide y la forma más o menos pacífica en que se desarrolló se debió a la participación de todos los grupos interesados en la separación de España en cualquiera de sus formas, facilitando por lo pronto la contrarrevolución, pero asegurando la independencia. La gran elasticidad y habilidad de Iturbide le permitieron en un momento dado aprovecharse de la coyuntura para lograr la independencia.
La falta de acuerdo entre los diversos grupos fue reconocida aun en aquellos momentos, y por ello en un fugaz intento de lograr el consenso general se preparó el Plan de Iguala que pretendía dejar satisfechos a todos.
Para el sistema de gobierno se adoptaba provisionalmente la Constitución española en lo que no se opusiera el referido plan, y mientras se reunieran las Cortes para elaborar la propia.
Las ideas de Iguala, sin embargo, no persistieron después de consumada la independencia, pues los grupos que la realizaron no podían permanecer unidos. Los preceptos del plan trigarante se convirtieron entonces en principios de discordia para aquellos que deseaban el establecimiento de otro tipo de régimen.
Celebrados los Tratados de Córdoba, tomada la ciudad de México, gracias a la ayuda de O’Donojú, y consumada ya la independencia, empezaron a surgir las luchas entre las clases mismas que habían sido llamadas para constituir y dar dirección a la máquina política; en ese momento debía hacerse sentir la lucha de los principios contradictorios que proclamaba el Plan de Iguala.
Con el triunfo del movimiento independiente y ocupada ya la capital del nuevo imperio, se procedió a constituir el gobierno de la unión, para lo cual se nombró a una Junta Provisional Gubernativa, integrada por hombres de muy diversas tendencias y partidos, los “más notables de la ciudad por su nacimiento, fama de instrucción y empleos que ocupaban; en verdad, una rara mezcla de absolutistas partidarios de un Borbón, fieles a Iturbide y enemigos del mismo, criollos aristócratas y partidarios decididos del constitucionalismo y el sistema liberal, con exclusión completa de antiguos militantes insurgentes. Con ellos empezó la práctica política de tener “por único objeto las personas ocupándose poco o nada de las cosas.
Por otra parte, la instalación del Congreso Constituyente permitió una efectiva representación provincial, cuyos miembros, al igual que habían hecho ya en España, luchaban por una efectiva autonomía administrativa local contra la preeminencia inveterada del centro.
A poco de establecido el Congreso, llegaron a México las noticias del rechazo de España a los Tratados de Córdoba y la negativa de la monarquía hispana a reconocer cualquier asunto relacionado con la independencia de las provincias americanas.
La gran cantidad de folletos y artículos donde se expresaba que no se quería un príncipe traído de Europa, aunada al rechazo español a los Tratados de Córdoba, facilitaron a Iturbide proclamarse emperador mediante un audaz golpe que hizo que el Congreso, “aunque en minoría”, lo aprobara.
Las actividades del Congreso en contra del emperador Iturbide originaron una amplia campaña para desprestigiarlo, iniciada por el mismo gobierno, pues, a pesar de los meses transcurridos desde su establecimiento, poco o nada había trabajado para establecer la Constitución que era su objeto.
Animado por su primer triunfo, Iturbide decidió eliminar definitivamente al Congreso, estableciendo en su lugar una Junta Nacional Instituyente para cubrir las apariencias legales de la disolución del primero.
El objeto fundamental de la disolución del Congreso era excluir a los enemigos del sistema del poder, pero al mismo tiempo eso significaba, por lo menos en parte, la ruptura de la alianza entre los diferentes grupos que se habían unido para consumar la independencia del país, y la exclusión de aquellos que no se conformaban con el simple cambio de la situación política en favor de los sectores más tradicionalistas.
El sistema político de México fue durante toda esa época un problema central. De ahí que fuese engañosa la unidad proclamada por el Plan de Iguala, y lógica la oposición entre Iturbide y el Congreso. No se trataba en realidad de buscar la continuidad entre el gobierno y las costumbres tradicionales o la implantación de formas “extrañas” y novedosas, sino de mantener una estructura inoperante ya desde años atrás que había resistido los embates del reformismo, el constitucionalismo y la revolución.
El argumento central del Plan de Veracruz consistía en formar las bases para un nuevo gobierno a través del “único órgano de soberanía: el Congreso”, y el desconocimiento de Iturbide por ser su elección producto de la violencia. En el resto, se asemejaba al Plan de Iguala, en cuanto que ofrecía respetar los empleos civiles, políticos y militantes de todos, excepto aquellos que “se opongan al actual sistema” proclamado por el plan; ofrecía igualmente la unión entre americanos y europeos y transformaba al Ejército Trigarante en libertador, con los cuerpos ya formados que se adhieran al sistema de libertad verdadera”.
Un número considerable de hombres, grupos e instituciones que habían proclamado y celebrado poco antes la coronación de Iturbide y la forma monárquica como la única conveniente para el país, ahora se declaraban contrarios a ese régimen y execraban la figura del tirano.
La disolución del Imperio dio así lugar al primer reajuste político del México independiente. El equilibrio, se decía ya entonces, ha tornado en esta Corte el mayor incremento y se ha puesto de moda a pesar de los que dicen que el oficio es de aprovechados, pero permite vivir y es utilizado por todos.
Ante el restablecido Congreso, Iturbide abdicó a la Corona en un vano intento por salvar el orden y mantener la situación favorable a sus partidarios, pero ocupada la capital por el ejército libertador, se procedió a declarar la nulidad del nombramiento y por ende el reconocimiento de la abdicación, que hubiera significado conservar el sistema que se había combatido. Así, se alegaba que aunque Iturbide hubiese sido legítimamente un monarca constituido [que no lo fue] en el mismo hecho de haber faltado al muy sagrado juramento que hizo al tiempo de su coronación, por el cual estaba obligado a proteger al público, igualmente que las leyes, hubiera dejado de ser rey.
De acuerdo con la nueva situación, el pacto entre los diversos grupos dominantes no podía establecerse sin marcar claramente los límites a los que podía y debía llegarse con base en el respeto a los intereses creados, y así el país quedaba en libertad para pronunciarse por la forma de gobierno más adecuada a sus circunstancias.
A partir de la caída del imperio iturbidista se multiplicaron los desacuerdos regionales. La rivalidad entre ciudades y provincias reflejaba no sólo el profundo malestar de los grupos locales, sino que también pudieron verse en ella la oposición de viejos intereses y los intentos de transformar la situación en favor de los nuevos grupos del poder; la misma rivalidad encubría mal las tendencias políticas en favor del centralismo o el federalismo tan peculiares del periodo.
Frente al triunfo revolucionario, los partidarios del cambio exigían el cumplimiento del Plan de Casa Mata, la rápida formación de un nuevo Congreso y urgía al establecido a que respetara el papel de convocante que se le había asignado. El estado de confusión y rivalidad entre las facciones, aunado a la impopularidad y desprestigio en que había caído el Congreso, hizo dificultosa la implantación del sistema republicano.
En el momento en que se reunió el nuevo Congreso Constituyente el país se hallaba todavía agitado; las provincias, que casi en su totalidad estaban separadas del gobierno central de México, habían organizado sus respectivos gobiernos interiores, y en algunas ya estaban reunidos o convocados los congresos que debían constituirlas como estados federales.
Para el triunfo del federalismo fue decisiva la presión ejercida por las provincias que redujo a la impotencia a los partidarios del centralismo al precipitar los acontecimientos presentando el Acta Constitutiva que aseguraba de facto el establecimiento de la federación. En realidad, la adopción de este sistema fue una simple cuestión de formalismo que venía a legalizar una situación concreta que se había gestado en el transcurso de muchos años. Por ello, la discusión del acta fue sumamente ligera y superficial, ofreciéndose un ligero debate pocas veces y sólo en algún punto importante y del mayor interés y con más frecuencia ciertamente se discutía y se empeñaba la asamblea en otros asuntos de poco o ningún interés social.
Hola: nuevamente les solicito que NO repitan la información hay que reconstruirla en otra forma como mapas mentales o mapas conceptuales, que se vea que entendieron lo que aquí se expresa, Eloísa.
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